Por: Miguel Ángel Hernández Acosta
Manuel Borrás, uno de los fundadores de la editorial Pre-Textos y quien en 2008 recibió el Reconocimiento al Mérito editorial en España, apunta como primer mandamiento de su Monólogo del editor: “Nada verdaderamente importante en la vida requiere urgencia”. Si bien esta sentencia está enfocada a los editores, también aplica para varias de las partes que componen el proceso editorial: escritor, editor, corrector, diseñador…
Por experiencia propia, sobre todo en el área de edición académica, uno sabe que si esos eslabones que intervienen para la publicación de un libro tuvieran este dictado como sino, los libros que llegan a nuestros manos serían otros. Además, el proceso sería más eficiente y se evitaría un desgaste innecesario que muchas ocasiones provoca que el escritor deje de escribir, que el corrector de estilo revise con menos cuidado el texto, que el diseñador recurra a un formato visual ya probado y que los libros se acumulen en mesas de novedades y en librerías sin llegar a su destinatario final. Sin embargo, es comprensible que en un mundo que vive de la novedad y en donde no se puede perder tiempo, todo quiera hacerse a las prisas (escribir, corregir, publicar, vender…).
¿Cuándo está terminado un texto? ¿Tras escribir el punto final, después de corregirlo hasta el cansancio, cuando ya no se le puede enmendar nada más, cuando llega el cierre de edición y es preciso enviarlo para su publicación? Para cada una de estas preguntas existe como respuesta el ejemplo de un escritor famoso que ha optado por una. En México está José Emilio Pacheco, quien corregía sus poemas incluso ya publicados. Por otra parte, se encuentra Thomas Wolfe, de quien se dice que en las pruebas de imprenta seguía agregando palabras, párrafos o más. Y también está el ejemplo de Gordon Lish, famoso por la exagerada edición que hizo a los cuentos de Raymond Carver y a los propios.
¿Cómo saber cuando el texto está listo y debe llevarse ante un editor? Un consejo entre escritores señala que, tras un tiempo de dejarlo en el cajón, debe volverse a él y analizar si nos causa el mismo ánimo que recién terminado. Si es así, hay que releerlo y tratar de hallar todos los defectos posibles para subsanarlos. En este punto conviene declararse el peor enemigo del autor y acribillarlo con preguntas, con dudas; tachar adjetivos en el manuscrito, desbrozar los párrafos, evitar repeticiones, eliminar las rimas internas, ser ordenado en las descripciones, graduar la historia y no soltarlo todo de golpe; verificar que las palabras utilizadas signifiquen de verdad lo que creemos; no dar por hecho que el lector sabe lo que se enuncia; pero, sobre todo, permitir que el texto y los personajes se expresen por sí mismos y no que el narrador sea quien se empeñe en ser titiritero de ellos o de sus ideas. Estas prescripciones son las que pone en práctica el corrector de estilo.
Ahora bien, entre menos tiempo se deje el manuscrito en el cajón menores serán las erratas que se le vean, pues el “imperio de la emoción” (como lo llamaba Quiroga) todavía nubla la vista. Si tras la revisión el texto sigue causándonos euforia, tal vez ha llegado el momento de dejarlo hablar por sí mismo.
Como corrector de estilo uno se da cuenta de si el autor pasó por la etapa anterior o no. Cuando un texto tiene muchas erratas; un personaje cambia de nombre a mitad de la historia; las faltas de ortografía son constantes; hay oraciones incompletas; las ideas se plantean, pero no llegan a una conclusión, etcétera, lo más seguro es que el creador haya terminado de teclear y no se haya dado siquiera la oportunidad de releer. Como corrector, entonces, surge una pregunta: si al autor no le interesa “su” texto, ¿por qué debe importarme a mí, por qué debería interesarle a un posible lector? ¿Si el autor no dio lo mejor de sí mismo, por qué debo darlo yo? Es cierto que al corrector se le paga por ese trabajo, pero no hablamos del oficio, sino de lo que genera un escrito.
En los textos académicos se puede entender que quien posee el conocimiento no necesariamente tiene la destreza para llevarlos a la página, pero, por lo general, son estas personas quienes solicitan ayuda y están abiertas a propuestas. Sin embargo, la falta de humildad en algunos de estos casos provoca que el corrector decida dar lo mínimo y desee olvidarse pronto de ese autor que no acepta sugerencias, que desacredita la labor editorial, que ve en quien lo lee un enemigo y no un profesional que intenta mejorar su obra.
En los textos literarios, el editor y dictaminador son los encargados de observar esos defectos. Sin embargo, estas áreas de oportunidad no debieran ser muchas, ni modificar el resultado final del original, sino apuntalar características o detalles. De otro modo, el texto no debió llegar nunca a sus manos.
Una táctica del editor para saber si vale la pena remitir un texto a dictaminar es leer las primeras páginas, algunas intermedias y las finales. Si en esa lectura rápida detecta demasiados errores o no le interesa lo que lee, entonces toma otra propuesta y repite el proceso. Si tomamos este ejemplo, el autor debiera entender que su texto ha de ser interesante no sólo en esas hipotéticas partes que revisará el editor, sino siempre.
El narrador peruano Julio Ramón Ribeyro hizo un apunte en su diario sobre una posible definición de “un hombre calvo en un bar”, la cual podría enunciarse tal como se hizo anteriormente o también de la siguiente manera: “Todas las calvicies son desdichadas, pero hay calvicies que inspiran una profunda lástima. Son las calvicies obtenidas sin gloria, fruto de la rutina y no del placer, como la del hombre que bebía ayer cerveza en el Violín Gitano. Al verlo, yo me decía: ¡en qué dependencia pública habrá perdido este cristiano sus cabellos!”. El editor, el lector, ¿cuál de las posibles definiciones preferirá? ¿En cuál encontrará más virtudes como para creer que el material que tiene delante debe ser publicado o leído?
Es cierto que, en ocasiones, el autor no es el más indicado para hablar de su obra, pero un pequeño resumen que permita comprender su escrito ayuda mucho, incluso al creador. Al revisar esa sinopsis el autor sabrá si en realidad su manuscrito refleja sus intenciones o si éstas se esfumaron a través de las páginas. En el segundo caso, habrá que volver al texto para enmendar lo necesario. Se cuenta que el productor televisivo, Epigmenio Ibarra, aceptaba que le plantearan proyectos audiovisuales con la única condición de que fuera durante su trayecto en elevador. No era una cuestión de supersticiones, sino que obligaba a su interlocutor a sintetizar en un minuto su propuesta y apuntar lo más importante, lo esencial, lo atractivo. Si el creador no es capaz de entusiasmar al editor o al lector en ese hipotético minuto (una cuartilla, los primeros párrafos, las ideas iniciales), ¿por qué habría de gastarse más tiempo en acompañarlo durante su desarrollo creativo?
Así, el editor desea hallar a golpe de vista algo interesante. De ahí que es fundamental que el autor revise con calma y a consciencia su texto con tal de ofrecerlo lo más pulido posible, para que cuando alguien se tope con él ponga atención en lo que cuenta y no pierda energías en tratar de invisibilizar los errores.
Hace tiempo llegó a mis manos un manuscrito técnico que tomaba como ejemplo una frase bíblica para sostener sus ideas: “No coloques vino viejo en ubres nuevas”. La cita estaba en las primeras páginas, y desde ese momento no pude creer nada de lo enunciado: el autor había confundido “ubres” con “odres” y esto había pasado desapercibido incluso para el editor. Es un detalle mínimo, pero los lectores tienen muchas otras opciones como para pasar por alto éste u otro tipo de errores en un libro. En cierta novela realista, por ejemplo, un personaje toma una línea del Metro de la Ciudad de México y sin mencionar jamás que transbordó, termina bajando en una estación que no se ubica en esa línea. En un cuento policiaco un hombre entra a un bar con un refresco en mano y enseguida comienza una persecución, sin que el lector sepa si botó la bebida, si la dejó en una mesa o si corrió con ella aún sosteniéndola en su palma. ¿Por qué seguir leyendo después de que se detectan estas inconsistencias? Quizá sólo porque lo que se tiene delante es la novedad de la que todo mundo está hablando…
Ahora bien, con algunas contadas excepciones, ¿de qué autor se espera con ansia su próximo libro; qué texto especializado, que investigación académica es tan urgente de publicar que el autor no pueda darse tiempo suficiente para revisarla a consciencia? Decía la abuela recordando a Napoleón: “vísteme despacio que llevo prisa”, y con ello daba una lección respecto a que las tareas que se hacen con apremio son más falibles. Lo mismo ocurre con los textos que tienen urgencia por publicarse.
En su “Decálogo del escritor”, Augusto Monterroso decía: “Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado”. Si la prisa actual está asociada con la popularidad o con la necesidad de consagración, habría que pensar que esa fama también será efímera. En dado caso, desde el asiento del corrector de estilo, considero más recomendable que el autor dedique un lapso suficiente a la hechura del texto, a su corrección, a armarlo con la precisión y la fineza de una maquinaria de reloj, a que me lo entregue sin haberlo pasado por la criba del tiempo y aún con impurezas. Tras dejarlo reposar y después de someterlo a una revisión profunda, quizá quien llegue a ese libro no tendrá pretextos para abandonarlo ante la presencia de una errata o una incoherencia. Y ya con eso, la lectura habrá valido un poco más la pena.