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Literatura

En recuerdo de Daniel Sada

by Miguel Ángel Hernández Acosta noviembre 11, 2020
by Miguel Ángel Hernández Acosta noviembre 11, 2020 688 views

El próximo 18 de noviembre se cumplen nueve años de que murió Daniel Sada, uno de los mayores escritores mexicanos del siglo XX. Una proeza como su novela Porque parece mentira la vedad nunca se sabe ha pasado más de 20 años en la soledad de la excelencia literaria debido al nivel de su prosa (en comparación con la posterior tradición narrativa del país). Y Sada, como persona, no ha dejado de estar en boca de sus ex talleristas quienes, de una u otra forma, lo recuerdan con cariño y nostalgia. Antes de que muriera, parte de su obra llegó a editorial Anagrama y la novela mencionada se estaba traduciendo al francés. La complicación era mayúscula, lo saben quienes la han leído, y Sada recibía llamadas constantes del traductor para aclarar ese lenguaje que casi inventó el autor de Mexicali: un norteñismo desértico, exuberante, arcaico, con humor y explosivo. Léase, por ejemplo, lo siguiente: “Entre múltiples ejemplos el peor que cabe traer a cuento: Durante veinticinco años hemos sido muy felices. Artilugio socarrón dado que la realidad era todo lo contrario. A la madre sí, pero a él sus hijos no lo querían, por haragán, por patán, por todas esas palabras que suenan a grosería, por piojo, por… Agréguenle las que quieran pero que suene bien feo, ¿sí?”.

A su muerte se le realizaron homenajes en los que estuvieron presentes algunos de sus alumnos y cercanos que se formaron con él: Yuri Herrera, Isaí Moreno, Geney Beltrán, Jaime Mesa…, y, bajo la coordinación de Héctor Iván González, se editó en el Fondo Editorial Tierra Adentro el tomo La escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada. Además, su mayor novela circuló por algún tiempo en edición de bolsillo y sus lectores tuvieron oportunidad de regresar a ese prodigio que, según se rumoraba, Sealtiel Alatriste en algún momento quiso embodegar.

En 2004 dirigió su último un taller de preceptiva literaria en Casa del Lago de la UNAM, donde todos sus alumnos habían escuchado de él y su prosa. Sin embargo, entre las señoras y señores que acudieron puntuales, y los estudiantes universitarios que lo escuchaban los miércoles de 6 a 8 de la noche, sólo algunos permanecimos todo el año. ¿La razón? Daniel Sada era un hombre a quien le gustaba que sus talleristas leyeran y escribieran, y si pasaban algunas semanas sin que conociera un nuevo intento escritural del alumno comenzaba a restarle importancia a esa persona. Por el contrario, si los alumnos leían, se esforzaban por conseguir las lecturas que él mencionaba o llevaban textos para su lectura, Sada los adoptaba y, con cariño, los dirigía.

Tras un año, aquello ya se había transformado en una feligresía que acataba cada uno de los mandamientos de Daniel. Si él hablaba de un autor nórdico, enseguida se armaban unas especies de cuadrillas que agotaban bibliotecas, librerías y librerías de viejo con tal de conseguir esas lecturas. Así fue como leímos La lechuza ciega, de Sadegh Hedayat; Cumbres de espanto, de Charles Ferdinand Ramuz; El diablo en el cuerpo, de Raymond Radriguet; a João Guimarães Rosa y a muchos brasileños más. No sólo eso, sino que como Sada recomendaba autores en particular para cada uno de sus alumnos, esas obras pasaban de mano en mano y sólo tras haberlas leído es que comprendíamos por qué la había recomendado a cierta persona y no a otra.

Cuando Sealtiel Alatriste llegó a la dirección de Literatura de la UNAM desapareció el taller de Sada y no pasó ni una semana para que él hallara una solución: continuó dirigiendo a los seis fieles, pero en su casa y sin cobrar un peso. De ese modo, el profesor riguroso se transformó en un amigo quien nos recibía cada ocho días con café turco en la sala de su hogar de la colonia Condesa y nos permitía acceder a su biblioteca mientras estábamos en su taller.

Como ninguno pasaba de los 30 años, éramos “rebeldes y audaces”, como dice aquel verso de José Watanabe que Sada se sabía de memoria y que utilizaba para hacernos comprender la diferencia ente una frase breve y una larga, así como la cadencia que puede alcanzarse en la escritura.  Además, estábamos sedientos de su palabra, y lo veíamos como el gran maestro que nos había adoptado con tal de transmitir su forma de ver el hecho literario. Sin embargo, por la fraternidad que tenía con nosotros, llegábamos casi al colmo de la falta de respeto, y le cuestionábamos por autores de moda a quien Sada pocas veces conocía. Él, humilde y generoso como fue, nos hablaba en cambio de autores clásicos y era capaz de darnos consejos que hasta que los vivimos fuimos capaces de comprender. A Jorge Posada, quien entonces todavía coqueteaba con la narrativa, le sugirió leer a Proust después de los 40 años, y no fueron pocas las veces cuando nos aconsejó no perdernos en los fuegos de artificio que ocasionan las novedades y las modas literarias.

Sin embargo, tal vez comprendiendo que él mismo había tenido esa necesidad por la novedad literaria tras llegar en su juventud a la Ciudad de México con el “único bagaje literario” que le daba haber leído a los griegos y las lecturas clásicas del canon occidental, nos estimulaba a leer todo lo que estuviera a nuestro alcance, pero sin dejar de seguir una regla: un clásico y una novedad. E incluso nos decía que leyéramos a la gente de nuestra generación que ya estaba publicando: “es importante conocer la competencia e intentar ser mejores”.

Una tarde, tras leer y tallerear un cuento, el autor le preguntó a Daniel si creía que el texto era suficientemente bueno como para enviarlo a un concurso que por esos días cerraba su convocatoria. “¿Lo escribiste pensando en ese concurso?”, fue la primera parte de la respuesta del maestro y ante la negativa del tallerista, Daniel volvió a cuestionar: “Si pudieras publicarlo en un libro, ¿lo mandarías así?”. Ante la respuesta contrariada del alumno, Sada soltó con furia una de esas frases por las que valía la pena escucharlo disertar por horas (la cita es de memoria, se aclara): “No escriban para concursos, no se desgasten en concursos. El único premio que he ganado [el Premio Xavier Villaurrutia por su cuentario Registro de causantes], lo obtuve por un libro publicado. Si uno escribe pensando en un concurso realmente no escribe. Preocúpense por su obra y por lo que ella dirá de ustedes”. Entonces, creo, nos pidió recordar algunos cuentos mexicanos que hubieran ganado algún certamen ese año y, ante nuestro silencio, volvió al tono paternal que sólo se permitía cuando lo hacíamos enojar: “Si escriben bien, si se entregan por completo a su escritura, los premios llegarán. Ustedes no los busquen”. Unos meses después él recibiría el Premio Herralde de Novela.

Otra tarde cuando alguno se propasó con las críticas a un cuento, Sada soltó una máxima que nos habría de formar: las críticas en un taller se deben limitar a lo que pueda mejorar el texto. Y junto con ello nos dio una sacudida al invitarnos a hablar bien de los manuscritos de los otros (la cita también ha sido filtrada por el paso del tiempo): “Si ustedes son buenos, no importa que haya cien más que lo sean, pero si son malos, hablar bien de otros los definirá como personas, más allá de su calidad literaria, y eso ya es un avance”.

Como excelente maestro que era, Daniel Sada se mortificaba por cuestiones que pasaban a nuestro alrededor, y preguntaba por el familiar enfermo, por cómo iba el trabajo y no hubo una noche en que nos pidiera irnos, a pesar de que las dos horas de taller casi siempre se extendían por muchos minutos más. Como excelente maestro que era, nunca quiso que escribiéramos como él (además de que hubiera sido imposible). Como excelente maestro que era, nunca nos mostró el camino, sino que nos acompañó mientras tropezábamos una y otra vez…

La última vez que cayó enfermo nos pidió suspender el taller. Recién se había cambiado de casa. Algunas veces lo llamábamos por teléfono y nos contestaba atento y de buen humor. Sin embargo, como la mayoría éramos jóvenes que sobrevivían en la Ciudad de México, no pudimos hacer nada cuando lo internaron y se armaron rifas y se propusieron actividades con tal de ayudar a su familia.

De los seis que éramos (Janik, Gaby, Jorge, Benjamín, Joel y yo) creo que nadie jamás le pidió un autógrafo a Daniel. En su lugar, fuimos agotando la lectura de cada uno de sus libros, incluso Lampa vida que él quería olvidar, y Albedrio, la novela a la que le tenía más cariño. También pasamos por Una de dos, Casi nunca, El lenguaje del juego, Ese modo que colma, A la vista, Ritmo delta, Luces artificiales, sus cuentos…

La última vez que lo vimos en grupo fue en el café Péndulo de la Condesa. Él estaba jubiloso porque su obra había sido contratada por Anagrama y se planeaba crear la Biblioteca Daniel Sada en dicha editorial. Aquella noche lo escuchamos hablar por horas, nos invitó la cena, aunque muy pocos nos atrevimos a pedir más que un café, pues sabíamos que ya nos había dado demasiado. Antes de irse aún le sugirió un libro a uno de sus talleristas y se lo compró, y después se perdió en la noche como tantas otras veces. Seguro todos creímos que lo volveríamos a ver una y otra vez en el futuro.

De aquellos alumnos, Benjamín abandonó la novela que escribió durante los años de Daniel y se hizo editor; Jorge dejó de jugar con la narrativa y se dedicó a la poesía (hoy incluso hay antologías de su obra publicadas en España); Gaby publica libros infantiles; y los demás seguimos intentando escribir.

De aquellos tiempos recuerdo mucho una plática que tuvimos sus alumnos dentro de un vocho, saliendo de su taller: “si traemos sólo intentos, remedos de cuentos, de novelas, ¿por qué Daniel tiene fe en nosotros, por qué han pasado los años y nos tallera nuestros textos sin cobrarnos?”. Aventuramos respuestas, imaginamos posibilidades, y las únicas que nos parecieron obvias fueron que él veía algo en nosotros que incluso los seis éramos incapaces de entender o que estaba formando a la generación de talleristas que en el futuro hablarían de él y lo recordarían. Ya lo dije, éramos rebeldes y audaces (lo más seguro es que también cargáramos con la ignorancia que se tiene en la juventud), por eso nos decidimos por la primera opción. Sin embargo, con el paso del tiempo, creo que la segunda es la que me parece más plausible.

A veces busco en internet ese audio en donde Daniel lee el inicio de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe e imagino que la próxima semana me atreveré a telefonear a su casa y alguien me pedirá esperar un instante mientras el maestro toma la llamada, pero es imposible seguir engañando al corazón después de estos nueve años, y es que como el mismo Daniel Sada escribió: “¿Cómo cuesta trabajo irse?… Ir dejando lo querido”. Y a Daniel lo quisimos, lo queremos tanto…

Miguel Ángel Hernández Acosta
Miguel Ángel Hernández Acosta

(Pachuca, 1978) es autor del cuentario Misericordia (2018) y de la novela Hijo de hombre (2011). Cursó el doctorado en Letras por la UNAM. Ha sido antologado en libros de creación y crítica, y fue colaborador en diversos medios de comunicación, además de productor de radio, editor y profesor en varias universidades.

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