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Literatura

En defensa de las revistas culturales impresas

by Miguel Ángel Hernández Acosta agosto 8, 2020
by Miguel Ángel Hernández Acosta agosto 8, 2020 491 views

Por: Miguel Ángel Hernández Acosta

 El estudio de las revistas culturales impresas se ha transformado en la última década. Si hasta principios de siglo XXI se les tomaba como el depósito de obras en formación o como los lugares en donde los autores reconocidos habían publicado por primera vez, hoy se les contempla como un objeto de estudio que va más allá de las firmas que ahí aparecen: se les analiza como un objeto individual, su materialidad, las redes intelectuales que crean, las ideas que impulsan… Sin embargo, también siguen siendo pensadas como vitrinas donde los escritores prueban armas y exponen sus trabajos a los ojos de las audiencias, donde se proyectan gracias al capital simbólico que las revistas les contagian.

¿Qué tan grande es el número de lectores que llegan a estas publicaciones? Quizá sea imposible saberlo con exactitud. Pongamos por ejemplo una revista cultural consolidada: Letras Libres. De acuerdo con datos oficiales, su tiraje mensual es un poco superior a los 18 mil ejemplares, mientras que los visitantes únicos a su sitio web son 1 millón 120 mil también durante ese periodo. Sin embargo, de su tirada mensual en papel, en el estado de Hidalgo (en 2019) se distribuyeron sólo 106 ejemplares. ¿Hubo devoluciones, a qué cantidad ascendieron? Los datos públicos no permiten saberlo.

Pensemos en un autor hidalguense que quiere dar a conocer su obra a nivel estatal al publicar en Letras Libres. ¿Esa cantidad de personas que adquieren la revista le es suficiente para cumplir su propósito? En definitiva, no. A ello, claro, habría que sumar los posibles internautas que llegan a su texto por las diversas plataformas digitales: tal vez su exposición mediática sea mayor, pero ¿cuántos artículos de Letras Libres ha leído usted en el último mes? Una pregunta más: ¿qué tanto reconocimiento logra este hipotético autor “sólo” con publicar en Letras Libres? Ahí los números no pueden responder.

Las revistas impresas fueron la plataforma ideal para dar a conocer a autores. Sin embargo, esa nunca ha sido su función principal. Una revista siempre se escribe para dialogar con alguien más, según ha apuntado Beatriz Sarlo, pero también permite establecer redes intelectuales y grupos que definen (a través de sus páginas) el modo como visualizan su rededor. La consolidación de ese grupo, de esas redes, por lo regular se ve a la distancia (y una vez que alguno de los participantes ha destacado), pero al adentrarse en los directorios editoriales y de colaboradores de estos medios se pueden hallar los vínculos que los unieron, las ideas que rondaban al medio, así como los intereses que impulsaron.

La crisis económica del periodismo a finales del siglo XX ocasionó, entre otras muchas cosas, que las firmas destacadas en los medios de comunicación fueran suplantadas por diaristas anónimos que competían por informar lo antes posible un hecho noticioso. Sin embargo, al desaparecer los líderes de opinión, los periodistas reconocidos y los autores a quienes se leía con devoción, el lector no halló por qué seguir siendo fiel a un medio. Lo que importaba era estar lo más actualizado posible, sin importar quién emitiera la información. Esto redundó en las revistas impresas, que vieron cuestionada su legitimidad no por sus contenidos, sino por la ética o conducta moral de sus administradores o colaboradores, y el lector (que tiende cada vez más a ser un bien pensante y guiarse por las opiniones de sus pares -tengan o no razón-) comenzó a censurar publicaciones como la mencionada Letras Libres o Nexos (por los sesgos ideológicos de sus editores), pero también dejó de adquirir, por ejemplo, la contracultural Generación, de Carlos Martínez Rentería. Es decir, lo que se puso en entredicho no fueron los contenidos y discursos que se publicaban, sino la verticalidad del medio que impedía tener una comunicación directa (como sí lo permitían los soportes digitales) con los autores y la moral e ideología que ellos representaban.

Los propios autores, ante lo complicado que (por lo general) resulta publicar en una revista impresa, escogieron un camino quizás un poco más sencillo de andar: acudir a un medio digital donde pueden insertarse, sin importar qué medio es o qué representa. Jorge Herralde, el mítico editor de Anagrama, apuntaba que cuando los novelistas reciben un rechazo editorial prefieren probar en otra casa editora antes de pensar si tenía razón el dictamen negativo de su obra. Algo similar ocurre con los autores y las revistas digitales: al ser estas plataformas más abundantes y dar cabida a más colaboradores, promueven (sin quererlo) que un autor decida publicar ahí antes de intentarlo en una edición en papel (aun cuando el autor nunca lea dicho medio digital o nunca haya intentado publicar en un medio impreso: “lo importante es que me lean”).

Por otra parte, la abundancia de contenidos en las revistas digitales complica analizar su línea editorial. Si bien muchas son revistas justo por la amplia variedad de subproductos que ofrecen, otras muestran un perfil basado sólo en las temáticas a las que vuelven los editores o los intereses que impulsan, pero la gran variedad de colaboradores imposibilita establecer una red intelectual o un proyecto cultural detrás de ellas. En contraparte, si se mira atrás y se revisan los índices de la ya mencionada revista Generación, la contracultura explota en la cara del lector debido a las manifestaciones subterráneas de música, poesía, literatura, historietas y provocaciones que ahí aparecían. Incluso si uno va a Vuelta (1976-1998), encuentra a los pensadores y escritores que moldearon el mundo en los años cuando se editaba, a aquellos que después conformarían el canon cultural. Haga usted la prueba y piense cómo caracterizaría la revista digital que consulta regularmente, quiénes son los autores que constantemente publican ahí (pero antes: ¿consulta regularmente una revista digital, le es fiel a un portal que no sea un buscador o la plataforma que anida su correo electrónico?).

Para los nostálgicos, para los estudiosos, las revistas impresas hoy son un archivo al que se puede volver para consultar, para analizar de dónde surgieron algunas plumas, cómo se conformaron ciertas ideas de nación o cómo se dieron debates que después redundarían en cambios sociales. Sin embargo, las revistas impresas también continúan siendo el primer escalón para los autores que quieren ser tomados con seriedad, pues aceptan someterse a un dictamen editorial (existen revistas digitales que también contemplan este proceso, pero son las menos). Además, en algunos casos, las revistas en papel permiten la profesionalización de los autores al ser medios donde se les pagan sus colaboraciones, y dado que esto significa un intercambio comercial, los editores quieren obtener la mejor calidad por aquello que costean. Por su parte, el lector de estos medios aún visualiza en las revistas culturales impresas un proyecto definido al que debe de someterse mediante textos que pueden o no ser de su elección (a diferencia de las revistas digitales por las que uno pasa y sólo consulta las temáticas, géneros o propuestas que se buscan –“benditos algoritmos”–).

La revista impresa quizá sea una necedad de aquellos que aún ven en el papel una manera fundamental de acercarse a la cultura, a la historia de las ideas, a la sociedad en un determinado tiempo. Negarse a participar en ellas supone una renuncia a un primer filtro estricto de control, pero también es dejar de lado los vínculos intelectuales y afectivos que se originan en dichas publicaciones. Incluso, si se les mira como un escalón de los antiguos procesos de producción de legitimidad, significan renunciar al valor simbólico que ellas confieren. Sin embargo, negarse a leer una revista impresa, a adquirirla, a pensarla como un objeto que puede resguardar las conductas y obsesiones de la humanidad en un contexto determinado, es dejar que los algoritmos decidan por uno y, en una de esas, nos conformemos con leer sólo lo que nos gusta y nos neguemos la posibilidad de cuestionarlo y darle una oportunidad a lo que tal vez rechacemos de principio.

Este texto no quiere priorizar la lectura de revistas impresas sobre las digitales, ni decir que sólo ahí está lo que vale la pena. De otro modo, y con razón, usted podría preguntar: “¿y entonces por qué publicas este texto en una revista digital?”. Quiere, más bien, llamar la atención sobre la necesidad de que continúe ambicionándose crear revistas en papel para conformar comunidades artísticas y culturales en torno a una idea; que se siga intentando publicar en revistas impresas como una forma de afrontar el reto de un posible rechazo y, de lo contrario, adquirir el prestigio simbólico que de ellas emana, pero también anhela que se persista en leer este tipo de productos que brindan una experiencia de lectura que esconde sorpresas en textos que hasta unos minutos antes no deseábamos leer. Una revista impresa nos reserva el placer, más que de la búsqueda exitosa, del hallazgo fortuito. Y esos encuentros, como los que suceden en la vida misma, logran que nos sintamos parte de una comunidad.

 

Miguel Ángel Hernández Acosta
Miguel Ángel Hernández Acosta

(Pachuca, 1978) es autor del cuentario Misericordia (2018) y de la novela Hijo de hombre (2011). Cursó el doctorado en Letras por la UNAM. Ha sido antologado en libros de creación y crítica, y fue colaborador en diversos medios de comunicación, además de productor de radio, editor y profesor en varias universidades.

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