Desde finales de los años 90 del siglo pasado hasta nuestros días, existe una tendencia en la construcción de mensajes políticos, ésta se atiene a aplicaciones fonéticas con alto nivel de recordación, datos estadísticos como pruebas de efectividad e impacto social y análisis del discurso sociológico como reacción a la realidad imperante del personaje emisor del mensaje. Debido a esto existen en un mismo espacio temporal diversos escenarios de la realidad, uno es el que está dictado por las disposiciones de las leyes y el andamiaje institucional. Otro el que es impuesto en la visión de desarrollo de los proyectos políticos —planes, programas y acciones—. Un tercero corresponde a la construcción de una narrativa personal del líder en turno. Y un cuarto, tal vez el más importante, es el que compone el grueso de la sociedad.
Hacer coincidir lo que se manifiesta en estos escenarios es un intrincado acto de congruencia que dificulta o imposibilita la narrativa de políticos, instituciones y sistemas democráticos. Si pensamos en ello, podríamos ejemplificar múltiples fracasos en la escena nacional, estatal y local. ¿Por qué, se preguntarán los más interesados en estos tópicos? Considero que la respuesta está precisamente en la lógica de la individualidad. En el tiempo en que vivimos, difícilmente un líder supeditará sus intereses a los de la colectividad que representa.
Pongamos por ejemplo lo sucedido en la política estatal a raíz del videoescándalo del hoy tristemente célebre Olaf Hernández, a quien le fue construida una línea discursiva que inició con la estrategia de desvanecimiento mediático en la gracia del paso de los días. Sin embargo, la bola de nieve de su otrora celebración pandémica lo avasalló. Esto obligó a su jefe político a tener que crear una nueva línea discursiva que colocó a este personaje no como alguien que dimite a su cargo —como lo obligarían las leyes en vigor— si no como un “víctima de las circunstancias” que se separa “temporalmente” de su cargo para ser sometido a un proceso de investigación. Vamos, un “mártir” que intenta defender lo indefendible. Ahora bien, en otro escenario de esta realidad, se nos presenta una solución al problema de esa línea discursiva, la cual está en la designación, por prelación y no por conocimiento del tema, de la Subsecretaria de Innovación y Emprendimiento Cultural, Leyza Fernández, quien, tal vez, sea una persona preparada académicamente, sin embargo, se sabe, que eso no te convierte en una persona culta; o en una persona que consuma cultura, o bien, alguien que tenga la capacidad para administrar y dirigir la cultura de una entidad.
A la luz de los hechos, estos actos significan, en el ideario del líder de la política pública estatal hidalguense, la solución más viable para un conflicto social y sanear su narrativa gubernamental. Sin embargo, en la práctica de la colectividad cultural, son sólo una extensión del mismo problema: el desinterés por el presente y el futuro de la administración de la política cultural de Hidalgo.